No Bajes

24 octubre, 2014



Cuando era pequeña, mi familia se mudó a una enorme casa de dos pisos. Era una construcción muy vieja, con techos altos, grandes ventanales y tablones que rechinaban.

Yo dormía en uno de los cuartos de la planta alta, al fondo de un largo pasillo con varios pares de puertas. Era común que me quedara allí jugando por horas con mis muñecas, pues al ser hija única, los juguetes eran mi única compañía.

Una tarde, mientras terminaba de peinar a mi muñeca favorita, escuché la voz de mi mamá, que me llamaba desde la cocina, en la planta baja.

Me levanté de un salto y salí corriendo del cuarto a toda velocidad, pues a mi madre nunca le ha gustado que la hagan esperar demasiado.

Antes de llegar a la escalera, sentí cómo un par de manos me tomaron por debajo de los brazos y me llevaron hacia el interior de una de las habitaciones.

Mi corazón dio un vuelco y la impresión me hizo soltar un grito muy agudo. Un instante después, me di cuenta que el misterioso par de manos pertenecían a mi mamá, que en ese momento, estaba cerrando la puerta con una expresión de terror en su rostro.

Se acercó a mí, y en voz baja me dijo: —No bajes a la cocina… Yo también lo escuché.

Puertas

18 febrero, 2014



Soy adoptado, nunca conocí a mi verdadera madre, es decir, es posible que llegara a conocerla en algún momento, pero era muy pequeño como para recordarlo. A pesar de todo, yo amaba a mi familia adoptiva, pues siempre fueron amables conmigo. Me alimentaban bien y vivíamos en una casa cálida y muy cómoda, donde además me dejaban quedarme despierto hasta tarde.

Déjenme contarles rápidamente sobre mi familia: Primero, está mi madre. Nunca llegué a llamarla “mamá” ni nada por el estilo, sólo le hablaba por su primer nombre, Janice. A ella nunca le molestó, y es que la llamé así por tanto tiempo, que posiblemente dejó de darse cuenta de ello. De cualquier modo, era una mujer muy amable, creo que fue ella quien sugirió que me adoptaran en primer lugar. A veces recargaba mi cabeza en su regazo mientras veíamos televisión y ella me hacía cosquillas en la espalda. Es una de esas madres hollywoodenses.

Luego, está mi padre. Su verdadero nombre era Richard, pero como nunca le agradé demasiado, empecé a llamarlo “papá” en un intento desesperado por ganarme su afecto. No funcionó, creo que no importaba cómo me refiriera a él, pues nunca me amaría tanto como a su propio hijo. Era comprensible, así que dejé de presionarme para agradarle. El atributo más notable de Papá era su inamovible severidad, pues no le molestaba golpear a sus hijos cuando hacían algo mal, y eso lo aprendí de la forma difícil, en la época en que no sabía usar el baño correctamente. Él no dudó en darme una palmada de vez en cuando, y bueno, si ahora me porto bien es gracias a sus métodos.

Por último, hablaré de mi hermana. La pequeña Emily era muy pequeña cuando me adoptaron, casi teníamos la misma edad, pero ella seguía siendo un poco mayor que yo. Aún así, me gusta pensar en ella como mi hermanita. Nos llevábamos mejor de lo que los hermanos se suelen llevar, aún sin ser adoptados. Siempre nos quedábamos despiertos charlando hasta muy tarde, bueno, en realidad, ella hablaba y yo sólo escuchaba, pues la quería demasiado.

Como no teníamos muchas habitaciones, -y como no quería dormir yo solo cuando era más pequeño-, tenía una colchoneta para mí a un lado de su cama, y había dormido allí desde entonces. Era genial conmigo, porque disfrutaba estar con ella y siempre me sentí con el deber de proteger a mi hermanita.

Pero todo cambió un horrible miércoles por la noche. Estaba en casa tomando una siesta, cuando la pequeña Emily abrió la puerta del frente. El sonido de la puerta abriéndose me despertó y caminé desde la habitación, al final del pasillo, hasta la sala. Allí fue cuando recordé que era miércoles, pues nunca fui muy bueno llevando la cuenta de los días. De hecho, simplemente diré que mi sentido del tiempo era terrible, pero sabía que era miércoles porque Emily acababa de regresar de la reunión semanal de su grupo cristiano. Ella corrió desde la puerta a abrazarme, y detrás de ella venían Papá y Janice.

¿Tuviste una buena siesta? Preguntó Janice, mientras me alborotaba el pelo. Tan sólo sacudí mi cabeza resoplando, respondiendo a su cariño.

“¡No le contestes con esos ruidos a tu madre!” dijo Papá, áspera y autoritariamente. Cerró la puerta tras de sí y colgó su abrigo. “Obviamente estaba jugando” me limité a rezongar para mis adentros. Creo que no me escuchó, pues no sentí que me golpeara por ello. Emily se dirigió a nuestra habitación y yo la seguí. Empezó a contarme acerca de su día, ya saben, las clásicas historias de adolescentes, pero la escuché para hacerla sentir importante.

Al finalizar su historia, me sugirió ir a ver televisión con ella, y al llegar a la sala, salté al sofá, mientras ella iba por el control remoto. La televisión se encendió y la disfrutamos juntos hasta que se hizo de noche. Emily era ese tipo de chica que, en vez de ver caricaturas y telenovelas, prefería sintonizar Discovery Channel, Animal Planet o National Geographic. A mí también me gustaba ver esos programas, así que no ponía objeción alguna, de hecho, eran los únicos canales que realmente podían captar mi atención.

El tiempo avanzó y después de un rato, Janice se paró junto al sofá. “Emily, ya deberías estar dormida. Apaga la televisión y ve a tu cuarto. Tú también” dijo, señalándome. Emily apagó el televisor y se levantó de mala gana. Comenzó a caminar por el pasillo, y mientras la seguía, no podía sacudirme la idea de que algo andaba mal.

Oscuridad

07 febrero, 2014



Todo empezó cuando me mudé a mi nueva casa. Sí, sé que ya lo has escuchado antes, pero créeme, eso fue lo que sucedió. Nunca había experimentado nada sobrenatural antes de eso, y la verdad nunca pensé que fuera a pasarme a mí.

Pude rentar esa casa porque era muy barata. No puse objeción alguna, pues la casa era vieja y no estaba en el mejor de los vecindarios, así que pensé que se trataba de un buen trato. Cuando me mudé, todo parecía ir bien al principio.

No recuerdo exactamente cuándo comenzó, porque me pareció un asunto menor en ese momento. Si dejaba una luz encendida en la cocina o el baño, al regresar la encontraba apagada. Pensé que simplemente olvidaba el haberlas apagado. Después de un tiempo, comencé a dudar y a dejar un par de luces encendidas a propósito. En ocasiones no ocurría nada, pero en otras, regresaba sólo para darme cuenta de que estaban apagadas.

Entonces me di cuenta de que algo estaba mal, no estaba asustado, pero sí confundido. Pensé que algo estaba mal con la instalación. Para comprobarlo, comencé a dejar cada vez más luces encendidas (esto se reflejó en mi recibo de luz) porque de este modo podría detectar más fácilmente cuál era el problema y por qué se apagaban aleatoriamente. Fue entonces cuando la situación dio un giro.