Se supone que la hora de dormir debe ser un momento feliz
para un niño cansado, pero para mí era una experiencia aterradora. Mientras
algunos niños pueden quejarse por ser enviados a la cama antes de que hayan
terminado de ver una película o jugar su videojuego favorito; cuando yo era un
niño, la noche era algo que me causaba verdadero terror. En algún lugar de mi
mente, lo sigue siendo.
Como alguien que ha sido instruido en las ciencias, no puedo
demostrar que lo que me pasó fue objetivamente real, pero puedo jurar que lo
que experimenté fue terror genuino. Un miedo que en mi vida, me alegro de
decir, nunca ha sido igualado. Voy a relatarles todo lo mejor que pueda;
tómenlo como quieran. Yo estaré contento con sólo sacarlo de mi pecho.
No puedo recordar exactamente cuándo inició, pero mis
problemas para conciliar el sueño parecían relacionarse con el hecho de haber
sido trasladado a un dormitorio propio. En ese entonces tenía ocho años de edad
y hasta ese momento había compartido una habitación con mi hermano mayor. Como
es perfectamente comprensible para un niño cinco años mayor que yo, mi hermano
finalmente pidió una habitación para él solo y, como resultado, se me entregó un
cuarto en la parte trasera de la casa.
Era una habitación pequeña, estrecha, y sin embargo
extrañamente alargada, lo suficiente como para alojar una cama y un par de
muebles, pero no mucho más. Realmente no podía quejarme; incluso a esa edad,
comprendía que no teníamos una casa grande y no tenía ningún motivo válido para
estar decepcionado, puesto que mi familia era tanto amorosa como protectora.
Fue una infancia feliz… durante el día.
Una ventana solitaria daba a nuestro jardín trasero, nada
fuera de lo común, pero incluso durante el día, la luz que se colaba en esa
habitación parecía casi vacilante.
Mientras que mi hermano recibió una nueva cama, a mí me
dieron la litera que solíamos compartir. Aunque me sentía mal por tener que
dormir a solas, estaba emocionado ante la idea de poder dormir en la cama de
arriba, lo cual me parecía algo realmente audaz.
Desde la primera noche, recuerdo una extraña sensación de
malestar abriéndose paso desde lo más profundo de mi mente. Me tumbé en la cama
de arriba, observando mis figuras de acción y mis coches regados sobre la alfombra
azul. Mientras se desarrollaban batallas y aventuras imaginarias entre los
juguetes del piso, no podía evitar sentir que mis ojos estaban siendo
lentamente arrastrados hacia la litera de abajo, como si algo se moviera en el
rabillo del ojo. Algo que no quería ser visto.
La cama estaba vacía, hecha impecablemente con una manta
azul oscuro que cubría parcialmente dos almohadas blancas algo flácidas. No
reflexioné más sobre ello en aquel momento, era un niño, y el ruido de la
televisión de mis padres deslizándose por debajo de mi puerta me envolvía en
una cálida sensación de seguridad y bienestar.
Me quedé dormido.
Cuando te despiertas de un sueño profundo porque escuchas
que algo se mueve o se agita, te puede tomar unos segundos el darte cuenta de lo
que está sucediendo realmente. El velo del sueño se cierne sobre tus ojos y
oídos, incluso cuando estás lúcido.
Algo se movía, no había ninguna duda al respecto.
Al principio no estaba seguro de lo que era. Todo estaba
oscuro, casi completamente negro, pero entraba suficiente luz desde afuera como
para distinguir los contornos del estrecho y sofocante cuarto. Dos pensamientos
aparecieron en mi mente simultáneamente. El primero era que mis padres seguían
en la cama, porque el resto de la casa estaba a oscuras y en silencio. El
segundo pensamiento se concentró en el ruido. El ruido que obviamente me había
despertado.
Mientras las últimas telarañas del sueño se desvanecían de
mi mente, el ruido tomó una forma más familiar. A veces el más simple de los
sonidos puede ser el más desconcertante: una brisa fría meciendo un árbol, los
pasos de un vecino incómodamente cerca, o en este caso, el simple sonido de
sábanas revolviéndose en la oscuridad.
Eso era, sábanas revolviéndose en la oscuridad como si un
durmiente perturbado estuviera tratando de ponerse cómodo en la cama de abajo.
Me quedé inmóvil, reteniendo el pensamiento de que el ruido era o mi
imaginación, o tal vez sólo mi gato buscando en donde pasar la noche. Fue
entonces cuando noté la puerta, cerrada como lo había estado antes de que me
quedase dormido.
Quizá mi madre había venido a verme y el gato se había
escabullido en mi habitación.
Sí, eso debió de haber sido. Me volví hacia la pared,
cerrando los ojos con la vana esperanza de que pudiera volver a dormirme.
Mientras conciliaba el sueño, el movimiento de debajo de mí cesó. Pensé que
había espantado a mi gato, pero pronto me di cuenta de que el visitante en la
cama de abajo era menos mundano que mi mascota tratando de dormir y mucho más
siniestro.
Como si hubiera sido molestado, descontento por mi
presencia, el durmiente perturbado comenzó a revolverse y girar violentamente,
como un niño haciendo un berrinche en su cama. Podía oír las sábanas torcerse y
girar con una ferocidad cada vez mayor. El miedo se apoderó de mí entonces, no
en la misma manera sutil en que lo había experimentado un momento antes, sino
que ahora era potente y sobrecogedor. Mi corazón se aceleró y mis ojos se
dilataron, escudriñando la oscuridad, casi impenetrable.
Dejé escapar un grito.
Como la mayoría de los niños hacen, instintivamente llamé a
mi madre. Podía escuchar pisadas desde el otro lado de la casa, pero en cuanto
di un suspiro de alivio porque mis padres venían a salvarme, la litera de
repente empezó a temblar violentamente como si estuviera siendo sacudida por un
terremoto, chocando repetidamente contra la pared. No me atreví a saltar de la
cama por temor de que la cosa de abajo se me acercara y me atrapara, llevándome
hacia la oscuridad, así que me quedé allí, con los nudillos blancos atrayendo
las sábanas hacia mí como un manto de protección. La espera me pareció una
eternidad.
La puerta finalmente -y gracias a Dios- se abrió de golpe,
dejándome inmóvil bajo la luz, mientras que la litera de abajo, el lugar de
descanso de mi visitante no deseado, permanecía vacío y silencioso.
Yo lloraba y mi madre me consolaba. Lágrimas de miedo y
luego de alivio corrían por mi cara. Sin embargo, a pesar de todo el horror, no
le dije por qué estaba tan asustado. No puedo explicarlo, pero era como si supiera
que lo que sea que hubiera estado en esa cama volvería al hablar de ello, o al
pronunciar una sola sílaba acerca de su existencia. Si eso era así en verdad,
no lo sé, pero cuando era niño sentí como si esa amenaza invisible se mantuviera
cerca, escuchando.
Mi madre se acostó en la cama vacía, prometiéndome que
estaría allí hasta la mañana. Eventualmente mi ansiedad se calmó, el cansancio
me obligó a dormir de nuevo; pero permanecí inquieto, despertando continuamente
con el sonido de sábanas revolviéndose.
Recuerdo que al día siguiente quería ir a cualquier parte,
estar en cualquier parte, excepto en aquella habitación estrecha y sofocante.
Era sábado y pasé la tarde jugando afuera muy contento con mis amigos. Aunque
nuestra casa no era grande, tuvimos la suerte de tener un extenso jardín en la
parte posterior. Jugábamos allí a menudo, pues gran parte se había dejado
crecer y podíamos ocultarnos en los arbustos, escalar el enorme árbol de
sicomoro que sobresalía por encima de todo, y fácilmente imaginar que estábamos
en una aventura fantástica, en alguna tierra exótica salvaje.
Aunque todo era muy divertido, ocasionalmente dirigía mi
mirada a esa pequeña ventana; ordinaria, delgada, inocua. En el exterior, el
exuberante entorno verde de nuestro jardín acompañado de las caras sonrientes
de mis amigos no pudo extinguir la sensación que recorría mi espina dorsal. La
sensación de que había algo en esa habitación observándome jugar, esperando la
noche cuando estuviera solo, entusiasmadamente lleno de odio.
Puede sonarles extraño, pero cuando mis padres me dejaron
solo de nuevo en esa habitación por la noche, no dije nada. No protesté, ni
siquiera inventé una excusa de por qué no podía dormir allí. Simplemente entré
en la habitación disgustado, subí los pocos escalones hacia la cama de arriba y
luego esperé. Ahora que soy adulto estoy contando a todos acerca de mi
experiencia, pero incluso a esa edad me sentía casi tonto de hablar de algo
para lo que en realidad no tenía evidencias. Estaría mintiendo, sin embargo, si
digo que esa fue la razón principal; todavía sentía que esa cosa se enfurecería
con que siquiera hablara de ello.
Es curioso cómo ciertas palabras pueden permanecer ocultas
de tu mente, sin importar cuán flagrantes o evidentes sean. Una palabra me
llegó esa segunda noche, cuando estaba acostado en la oscuridad solo, asustado,
consciente del cambio en el ambiente; un engrosamiento del aire, como si algo
más lo hubiera desplazado. Al escuchar los primeros movimientos ocasionales de
la ropa de cama de abajo: el primer incremento ansioso en mi ritmo cardiaco.
Esa palabra, una palabra que había enviado al exilio, se filtró a través de mi
conciencia, liberándose de toda represión y tallándose a sí misma en mi mente.
«Fantasma».
En cuanto ese pensamiento vino a mí, me di cuenta de que mi
visitante no deseado había dejado de moverse. Las sábanas de la cama yacían
tranquilas y quietas; pero habían sido reemplazadas por algo mucho más
aterrador. Una lenta, rítmica y áspera respiración escapaba de la cosa de
abajo. Me podía imaginar su pecho subiendo y bajando con cada respiración
sórdida, sibilante y confusa. Me estremecí, y deseé, más allá de toda
esperanza, que se fuera sin incidentes.
Entonces algo inconfundiblemente escalofriante sucedió: se
movió. Se movió de una manera diferente que la de antes. Cuando se agitaba en
la cama parecía inmotivado, descontrolado, casi animal. Este movimiento, sin
embargo, fue impulsado por la conciencia, con propósito, con un objetivo en
mente. Pues esa cosa que yacía en la oscuridad, esa cosa que parecía estar
decidida a aterrorizar a un niño, tranquilamente y con indiferencia, se sentó.
Su dificultosa respiración se había vuelto más ruidosa ahora que sólo un
colchón y unas cuantas tablillas delgadas de madera separaban mi cuerpo de
ello.
Me quedé inmóvil, mis ojos se llenaron de lágrimas. Un miedo
que las meras palabras no pueden expresar ni a ustedes ni a nadie corría por
mis venas. Me imaginé cómo luciría esa cosa sentada ahí, escuchando desde
debajo de mi colchón, esperando obtener la más mínima señal de que estaba
despierto. La imaginación entonces se convirtió en una realidad desconcertante.
Comenzó a tocar las tablillas de madera sobre las que mi colchón se sostenía.
Parecía que las tocaba con cuidado, llevando lo que me imaginaba que eran dedos
y manos a lo largo de la superficie de la madera.
Luego, con mucha fuerza, hizo presión entre dos tablillas,
en el colchón. Incluso a través del relleno, se sintió como si alguien me
hubiera metido violentamente sus dedos en mi costado. Dejé escapar un alarido,
y la sibilante y temblorosa cosa en la cama de abajo respondió a ello haciendo
vibrar la litera, como lo había hecho la noche anterior.
Una vez más fui bañado en luz, y allí estaba mi madre,
amorosa, preocupándose por mí como siempre lo hacía, con un abrazo
reconfortante y palabras tranquilizadoras que eventualmente atenuaron mi
histeria. Por supuesto, ella me preguntó qué era lo que me pasaba, pero no pude
decirle, no me atreví a decirle. Simplemente dije una palabra una y otra y otra
vez.
«Pesadilla».
Este patrón de acontecimientos continuó durante semanas,
quizá meses. Noche tras noche me despertaba con el sonido de las sábanas
revolviéndose. Gritaba cada vez, para no darle a esa abominación tiempo para tocarme
y «sentirme». Con cada grito la cama se sacudía violentamente, deteniéndose con
la llegada de mi madre, quien pasaría el resto de la noche en la cama de abajo,
aparentemente ignorante de la fuerza siniestra que torturaba a su hijo por las
noches.
En varias ocasiones me las arreglé para fingir estar enfermo
y pensé en otras razones no-del-todo-ciertas para dormir en la cama de mis
padres, pero la mayoría de las veces estaba solo en ese lugar durante las
primeras horas de cada noche.
Con el tiempo puedes desensibilizarte hacia casi cualquier
cosa, sin importa cuán terrible sea. Me había llegado a dar cuenta de que, por la
razón que fuera, esa cosa no podía hacerme daño cuando mi madre estaba
presente. Estoy seguro de que lo mismo se aplicaría con mi padre, pero por más
amoroso que él fuera, despertarlo de su sueño era casi imposible.
Después de unos meses me había acostumbrado a mi visitante
nocturno. No confundan esto con una amistad sobrenatural, yo detestaba la cosa.
Aún le temía sobremanera, ya que casi podía sentir sus deseos y su
personalidad, si se le puede llamar así; una personalidad llena de un odio
perverso y retorcido que me anhelaba, tal vez sobre todas las cosas.